Juliana Elise Marín Fryling
(1988 – )
Escritora – Cuentera
Escritos en español
Policarpa Salavarrieta fue una muchacha quien jugó un papel importantísimo para Colombia durante la Guerra de la Independencia. La joven era costurera, y servía de espía en las casas de los altos funcionarios españoles, escuchando sus planes y en ocasiones robando o copiando sus papeles. La información que recogía se la transmitía a su novio, Alejo Sabaraín, o a su hermano, Bibiano, ambos soldados en el ejército libertador, por medio de mensajes secretos escondidos en naranjas. Éstos a su vez comunicaban los planes de los españoles a Simón Bolívar, permitiendo así mantenerse siempre un paso delante de las tropas del rey. Sin embargo, Policarpa fue traicionada por uno de sus compatriotas, y tanto ella como su novio y otros amigos fueron condenados a morir fusilados. Policarpa rehusó la venda, y pidió morir de rodillas. Tenía 21 años.
180 Segundos
Escribo estos pensamientos en mi corazón, donde me acompañarán y confortarán durante el resto de mi vida.
El resto de mi vida que durará 180 segundos más.
No quiero pensar en este pueblo que me rodea, mirándome como búhos y asechando mi muerte.
Quiero pensar en el hoy que ya pasó. Quiero pensar en mi hermanito Bibiano, cuando aún sonreía y todavía sabía llorar.
Quiero estar nuevamente con mi amado Alejo, y ver su rostro aún no desfigurado por la justicia de España.
Quiero oler nuevamente una naranja que portaba informes de estrategia militar para el Libertador Bolívar… y mensajes de amor.
Quiero sentir su mano en la mía, y no tener que soltarla jamás. No tener que decir adiós.
No quiero preguntarme si valdrá la pena mi muerte, ni si habrá valido mi vida. No quiero preguntarme si algún día llegará Colombia a ser libre.
Ni la soledad de mi celda ni la sentencia del virrey vendrán a mis pensamientos en los próximos 98 segundos que tengo… de vida.
Pero hasta el final recordaré mi respuesta al virrey: ¡Yo soy Policarpa Salavarrieta, portaestandarte de la revolución americana!
Y ahora camino hacia mi muerte, y mi tiempo se ha reducido a 77. Mis manos están atadas pero mis ojos siguen abiertos, y no estoy sola.
Y al recordar los días de sol me doy cuenta que no hay otro lugar ni otro tiempo en que preferiría estar más que aquí y ahora, contigo—Alejo.
Los gritos de la multitud ahogan tus palabras con su odio, amado mío. Pero siento tu voz dentro de mí, pidiéndome perdón. Tendrás que leer en mis ojos mi respuesta: que estoy feliz.
Feliz de haber estado contigo antes, feliz de estar contigo ahora. Nuestras vidas no alcanzaron para cumplir todos nuestros sueños, pero estuvimos juntos hasta el final, ¿qué más puedo pedir?
Todos estos recuerdos morirán conmigo en 24 segundos. ¿Dejarán ustedes que mueran con ellas mis palabras?
¡Mírame, pueblo mío! ¡Aunque mujer y joven me sobra valor para sufrir esta muerte y mil muertes más! ¡No olvides este ejemplo!
Tomé la decisión de vencer o morir, y cumpliré el destino que elegí con los ojos abiertos. Así que ahora a ti te corresponde vencer, querida gente.
Depende de ti, oh pueblo mío. Depende de ti que nuestra tierra viva.
Por: Juliana Marín Fryling, sobre un hecho ocurrido a su padre, Jorge Alberto Marín en 1971. Publicado originalmente en inglés por la revista Guide de EEUU en 2007
Desinteresadamente golpeaba las teclas del piano, mirando por la ventana. Llevaba sólo una semana de vacaciones, y ya estaba aburrido. Todos mis amigos se habían ido de paseo. Lo único que me quedaba por hacer era practicar piano, y eso ya me tenía hastiado. Mi papá estaba convencido de que yo era un genio musical, y me tenía estudiando varias horas al día. Bueno, admito que sí tenía algo de talento: ya había dado varios conciertos, y supongo que para un muchacho de trece años eso es algo interesante.
Bastaba ya con el piano. El sonido del martilleo me atrajo al parqueadero, donde mil veces habría preferido estar, tallando el yeso de la escultura de 10 toneladas.
Déjenme explicar. Mi padre era un escultor muy conocido. Durante años había elaborado diversos proyectos, pero ésta era la obra más desafiante de su carrera artística. Un cementerio público en nuestra ciudad de Medellín, Colombia, le había comisionado un monumento en bronce de 15 metros de altura, que el escultor llamó “Hombre en Busca de Paz”. Él, y 15 asistentes, le habían trabajado sin parar durante meses, y en este momento la estructura estaba erguida ingrávida en el parqueadero de nuestra casa-taller, asegurada al suelo con cables de alta tensión.
—Oye, Jorge, — llamó Luís al verme salir. — ¿Qué hacés?
Me le aproximé, observando el monumento. –No hay nada que hacer.
Él me sonrió. Luís me caía bien. Era el más joven de los trabajadores, y muy buena gente.
— ¿Cuándo vuelve el patrón?—preguntó.
Me encogí de hombros. –Esta tarde, no sé. Tenía que hacer unas diligencias.
Le di la vuelta a la estructura sin que se me ocurriera nada. De repente, divisé nuestro patético campero Land-Rover modelo 1956, estacionado tristemente junto al garaje. Empecé a formular un plan, sabiendo que me metería en serios problemas si mi padre se llegase a enterar. Pero él no estaba…
El día dejó de parecerme monótono.
—Alberto…—le dije al trabajador junto a mí, luego vacilé.
—Contáme, chico.
Ya era tarde para arrepentirme. —¿Sabes conducir?
Alberto me miró con sorpresa. –No, mijo, bien montañero yo, ¡qué voy a saber manejar carro!
Una sonrisa me afloró a los labios. —¿Quieres aprender?
Así que ese fue el inicio de mi escuela de conducción. Le estaba robando tiempo a los trabajadores y así desperdiciando recursos del costoso proyecto que en ese momento se encontraba atrasado en el cronograma y le había oido decir a mi padre que se avecinaban extra costos para poder vaciar en bronce e inaugurar la obra a tiempo. Estaba usando el campero sin permiso, y corriendo el riesgo de hacernos matar a todos. Pero yo sabía conducir…., estos tipos se morían de las ganas de aprender, y papá no estaba. Así que comenzaron las clases.
Primero iba Alberto. Le expliqué todos los comandos en detalle, luego dejé que manejara los 80 metros de suave pendiente entre la portada y el parqueadero, vigilando como halcón y listo para arrebatarle el volante si las cosas salían mal. Los otros trabajadores, algunos de los cuales se habían bajado de los andamios que rodeaban la escultura para observar, aplaudieron cuando Alberto finalmente llegó al parqueadero y se bajó del carro, pálido y temblando pero luciendo una enorme sonrisa.
Yo tenía todo bajo control, pero como ninguno de los muchachos le había echado mano a un vehículo en la vida, el pobre campero se nos apagó varias veces. Sin embargo, cuando le llegó turno a Luís, condujo como un profesional.
—Hey, ¿a dónde aprendiste a manejar, Luís?
—Nada, hermano, jamás lo he hecho,—me respondió.
Me acomodé en el sillón, sonriente, sabiendo que bromeaba. – Mentiroso, conduces mejor que yo.
Luís se rió, pero su conducción seguía impecable dando curvas precisas, mientras nos aproximábamos al parqueadero y la mole escultórica.
—Listo, decíme qué hago ahora.
—Ja, dime tú, chofer.
—No, Jorge, en serio, ¿cómo paro esta vaina?
—Deja de molestar.
—¡Jorge! ¡Nos vamos a chocar! ¿Qué hago?
Con un grito me di cuenta que me hablaba fuera de charla. —¡Frena! ¡Frena!
—¿Cuál, ésta?
—¡No! ¡Esa es la del ga… AAHHH!!!
El campero se disparó hacia delante, y a la hora que logré tomar control, nos habíamos precipitado hasta la mitad del garaje, arrasando el antiguo portón.
Los demás asistentes corrieron a desenterrarnos de las ruinas, mientras que los que aún estaban encaramados sobre los andamios descendieron en tiempo record, temerosos de que el accidente todavía no había terminado. Me salí de los escombros de madera, incapaz de hablar. La parte frontal del campero se encontraba deshecha. El portón macizo estaba hecho añicos, y por centímetros apenas nos habíamos salvado de chocar con el principal cable de soporte, y traernos encima el monumento de 10 toneladas con sus andamios y trabajadores.
Mientras todos mirábamos boquiabiertos, de repente uno de los trabajadores soltó una risita nerviosa. En pocos momentos todo el equipo se reía a las carcajadas, dándole palmadas en la espalda a Luís y haciendo chistes sobre lo que haría mi papá cuando se enterara. Alguien dijo: —No dejaremos que se entere— y todos echaron manos a la obra para reparar el daño. Los únicos que no reían éramos Luís y yo.
—El patrón va a estar bien bravo conmigo, Jorge. Me van a echar.
Lo peor era que probablemente tenía razón. Yo no podía permitir que se metiera en problemas por culpa mía, y sabía bien lo que tenía que hacer.
—Luís, no te preocupes,— le dije valientemente, aunque adentro me temblaba todo. –Fue culpa mía, y eso le diré a mi papá. Yo me responsabilizo de todo. Los trabajadores seguían riendo. Usando toda su pericia como carpinteros, escultores, soldadores, etc., y las herramientas que tenían a disposición, al caer la tarde habían arreglado completamente la puerta del garaje e inclusive aplanado las peores hendiduras en el carro. Los escombros restantes se recogieron y desecharon, y con la poca luz, todo parecía normal.
Los trabajadores se fueron, y yo me senté en el corredor para esperar a mi papá. No tenía idea por qué se estaba demorando tanto. A la hora que por fin llegó, había esperado agonizante en la oscuridad durante lo que parecía una eternidad.
Papá permaneció en silencio mucho rato después que le conté. Tensionado, aguardaba que estallara. Mi papá era conocido por su temperamento amoroso y justo pero explosivo. Cuando finalmente habló, me encogí. —¿Están bien tus manos?
Tenía tanto miedo que ni le entendí. —¿Qué dijo, señor?
—Dije, ¿están bien tus manos?
Aún no comprendía, pero le mostré que no les pasaba nada.
Él las apretó fuertemente y me dijo algo que nunca olvidaré:
—Tus manos son tu futuro, hijo. El carro con dinero se arregla, pero donde le hubiese sucedido algo a tus manos, no podrían repararse. Debes usarlas para crear hermosa música. Son ellas más importantes.
Suspiró y soltó mis manos. –Vete. Ya te has castigado lo suficiente.
Y eso fue todo. Él entró a la casa, y yo quedé aturdido en mis propias reflexiones. Nada de gritería, nada de castigos, sólo, “el carro con dinero se arregla”. ¿Qué quiso decir?
Salí al parqueadero y me quedé un rato contemplando el monumento. El “Hombre de Paz” que en interpretación de muchos observadores es un Cristo resucitado, tenía sus manos abiertas, palmas arriba para recoger a su pueblo. De golpe me di cuenta que las manos de él habían sido arruinadas, y que las cicatrices le permanecerían por siempre. Miré mis propias manos, y de repente sentí náuseas al pensar lo que pudo haber sucedido. Supongo que mi papá tenía razón. Lo que se puede reparar con dinero no vale tanto. En su sabio silencio mi padre me enseñó una lección que el castigo no habría podido.
Metí las manos a mis bolsillos y regresé a la casa. Todavía no estaba seguro que me convertiría en el gran pianista que mi padre soñaba, ya que secretamente quería usar mis manos para la escultura en vez de la música. Pero en ese momento sentía unas ansias enormes de tocar el piano.
La lancha de motor rehusó encenderse.
Miguel maldijo cuando vio el problema: una parte se había roto, sin posibilidad de reparación. El pueblo donde podría comprar un reemplazo quedaba a varios kilómetros en contra de la corriente, y se suponía que tenía que estar de regreso en el colegio a la mañana.
—Déjalo, Miguel, ven a la casa, —llamó su tía desde la choza.
—¿Qué, quieres que espere una semana entera hasta que pase el Ferry o vaya y vuelva del pueblo?
La tía de Miguel salió y se sentó a su lado.
Miguel se levantó, arrojando la parte dañada al interior de la lancha. –Me voy en la canoa.
Fue tanto el terror en la mirada que le dio su tía que el muchacho se rió. –Vamos, tía. ¿Acaso crees que estar seis meses en ese colegio cristiano me ha sacado el Amazonas de la sangre?
—Pero… pero te demoraría casi un día entero, hijo. No puedes remar solo todo eso. Sé que conoces el río como tu propio rostro, pero hay corrientes escondidas bajo la quieta superficie, y las anacondas pueden tragar vacas enteras…y hombres también, si tienen hambre. La noche es el tiempo en que salen los animales a cazar, y peor aún, la mafia…
Tan pronto aquellas palabras habían salido de su boca, la tía de Miguel cayó en cuenta de su error. Miguel le sonrió burlonamente y comenzó a empacar sus cosas. Añadió un poco de comida y tomó el viejo rifle que su tía guardaba detrás de la puerta.
—De pronto lo necesito, ¿de acuerdo?
Ella asintió sin palabras.
Desde el atracadero se despidió con la mano mientras Miguel despegaba por las profundas y turbias aguas del Amazonas.
La oscuridad cayó velozmente. Miguel remaba con fuerza, sonriéndose a sí mismo al recordar a su tía preocupándose por la mafia cuando él, Miguel, era mafia. Llevaba trabajando con ellos 7 años ya, desde que había sido apenas un chico de 10. Se había refugiado en una escuela de Adventistas después que la policía les había descubierto la sede, destruido los laboratorios de cocaína y dispersado la banda. Pero era temporal; pronto se uniría a ellos de nuevo.
La luna llena iluminó la selva y las aguas tranquilas que se extendían infinitamente ante él. Miguel remaba en silencio, pero su mente bullía con contradictorios pensamientos, recordando el colegio hacia donde se dirigía. Esos adventistas tenían ideas extrañas, como por ejemplo decir que Dios amaba a la gente. Sonaba bonito, pero Miguel había vivido lo suficiente para saber cuán falso y ridículo era.
Luego de varias horas la mente de Miguel se entumeció y sus brazos también. Finalmente, a eso de las 4 a.m., Miguel tuvo que admitir que ya no era capaz de seguir. También sabía que éste era el peor momento para detenerse y buscar un lugar para dormir, pues las horas de la madrugada era el mejor momento para la anaconda. Pero era tanto el cansancio que tenía que no le importó.
Más adelante vio una playita arenosa. La selva quedaba a un lado, y al otro había una especie de barranco. Miguel arrastró la canoa a la arena, luego se tambaleó unos metros y cayó dormido bajo un árbol.
Un tiempo después, abrió los ojos de golpe. No sabía qué lo había despertado, pero sentía peligro. Lentamente giró la cabeza hacia la negra agua. No se veía nada. De repente un objeto oscuro rompió la quietud de la superficie iluminada por la luna, volviéndose a sumergir casi al instante.
Miguel se comenzó a levantar. Seguro no era más que un gran pez, pero por si acaso…
De repente Miguel oyó un rugido al tiempo que el agua se agitó. Apenas logró tirarse a un lado cuando una anaconda de 10 metros se le lanzó. Ni tiempo tuvo de gritar mientras la culebra se le lanzó de nuevo, rozándole el brazo.
Miguel logró ponerse de pie, corriendo en zig-zag para confundir al monstruo, arrojándose contra el barranco. Desesperadamente se trepó, sirviéndose de raíces y piedras salidas. La anaconda se deslizaba para delante y para atrás al pie del barranco. Miguel se aferró al barranco con la fuerza del miedo a la muerte. La inclinación hacía imposible trepar más, y la anaconda le esperaba abajo. Se sintió comenzar a resbalar lentamente al ir aflojándose la raíz sobre la cual se encontraba apoyado. Las palmas de sus manos estaban raspadas por las piedras afiladas. No podría aguantar mucho rato.
En pánico, luchando por respirar y no soltarse, los pensamientos de Miguel volaron nuevamente a Dios. Con la esperanza de que había estado equivocado en cuanto a Dios, Miguel le gritó a los cielos, rogándole a quien estuviese en las estrellas que lo oyera.
El sonido de su propia voz, a pesar de estar aterrorizado, le dio fuerzas, y parecía fastidiar a la anaconda, quien poco a poco se estaba retirando al agua nuevamente.
Con un alivio casi ebrio Miguel contempló el alejamiento de la anaconda. Pero luego sintió un frío en el corazón cuando el monstruo verde descubrió su canoa. Con un fuerte empujón, la culebra volcó la estructura de madera, derramando sus contenidos a la arena. Si la anaconda le destruía la canoa, no tendría escapatoria, ya que esta ruta era muy poco transitada. Tendría que sobrevivir solo y a pie en la selva durante días o semanas hasta que diera con un pueblo—por si encontraba.
De nuevo, Miguel clamó a Dios. Recordaba las cosas terribles que había hecho mientras en la mafia—¿no querría Dios más bien deshacerse de él? Pero aún así, clamó a él, colgado de la esperanza de la misericordia, sabiendo que no tenía otra salida.
La criatura esculcaba entre sus cosas. Miguel se esforzó por ver si su canoa seguía bien; repentinamente, sus ojos captaron el opaco brillo de algo metálico. ¡El rifle! Ah, ¡qué solo lo tuviera consigo en ese momento! ¿Habría forma de alcanzarlo?
En el instante que Miguel creyó que ya se iba a caer, la anaconda regresó a meterse al agua. Forzando sostenerse un ratito más, Miguel finalmente desprendió sus dedos con cuidado y se dirigió hacia el piso. Sabía que la anaconda estaba cerca, aguardándolo. Ella podía esperar mucho más tiempo que él. El rifle era su única esperanza.
Miguel cayó sobre la maleza al pie del barranco lo más silenciosamente que podía, calculando la distancia entre sí y su arma. Vio bullir el agua y supo que ésta era su única oportunidad. Con un estallido de velocidad se lanzó hacia la canoa y agarró el rifle, recogiendo a la vez varias balas que se habían derramado sobre la arena.
La anaconda se expulsó del agua. Sin dejar de correr, Miguel le disparó. La bala compenetró las verdosas escamas, pero la serpiente apenas se sacudió, acomodándose para atacar de nuevo.
Miguel luchó por recargar el rifle al ir corriendo. Lo logró al mismo tiempo que llegó al pie del barranco. La culebra le venía pisando los talones. Miguel se giró, apuntó y le disparó directamente a uno de sus brillantes ojos azules.
La serpiente se convulsionó, dándole tiempo a Miguel para encaramarse por el barranco con una mano mientras apretaba el rifle y las balas en la otra. A unos pocos metros arriba encontró una gran piedra donde se podía apoyar sin usar las manos. Luego de recargar el rifle rápidamente, Miguel cogió el arma y disparó de nuevo, dándole a la culebra en el otro ojo.
Miguel se escabulló a una posición más segura, luego se viró para ver qué efecto había tenido su tiro sobre la serpiente.
La anaconda se estaba serpenteando de regreso al agua, dejando tras de sí un camino de sangre sobre la arena. Aún después que Miguel aceptó que ya no estaba en peligro, demoró mucho tiempo para que los latidos de su corazón volvieran a su velocidad normal. Aunque el gigantesco monstruo seguía con vida, Miguel sabía que ya no volvería a molestarlo.
La luz del alba se filtró por la espesa selva. Miguel enderezó su canoa y comenzó a cargarla de nuevo con sus cosas.
Por poco había muerto. Al darse cuenta, el muchacho tambaleó. En muchas ocasiones había estado cerca de la muerte, pero nunca tan cerca. Por alguna razón esta vez se le había hecho mucho más real.
¿Por qué seguía con vida? ¿Por qué se había despertado precisamente en el momento que era? ¿Cómo era posible que la anaconda se le hubiese lanzado de tan corta distancia y errado el blanco tres veces? ¿Por qué fue que no le había hecho añicos la canoa?
Miguel sabía no había explicación alguna—excepto una. Cayendo de rodillas, adoró a Dios.
Miguel arribó al colegio para mediodía después de aquella pavorosa experiencia, habiendo vivido para contarla. Poco después de su milagrosa librada, se bautizó a la iglesia Adventista del Séptimo Día. Nunca volvió a la mafia.
Escena: Círculo grande, rojo en piso. Dentro de círculo: cofre grande con flores adentro, ocho sábanas blancas y una espada. Detrás de cofre, escondida, ESPEJO. NIÑA recostada sobre cofre. Frente a cofre, siete velas blancas y una vela grande amarilla, prendidas. Un reloj que funciona.
NIÑA despierta. Se estira, sonríe, cuida velas y contempla reloj. Camina un poquito y regresa a cofre. Lo abre y con sorpresa saca flores. Se las coloca en el cabello, feliz. Camina un poquito por su círculo, no acercándose mucho al borde.
Entra ARCOIRIS
ARCOIRIS: Hola, ¡aquí estoy!
NIÑA busca sonido con curiosidad. Desde afuera del círculo ARCOIRIS la llama. Con vacilación NIÑA se acerca. ARCOIRIS la sigue llamando. Cuando NIÑA llega al borde, ARCOIRIS le extiende la mano. NIÑA mira hacia atrás, pero decide tomar la mano de ARCOIRIS y se salta el círculo. Fuera del círculo, ARCOIRIS la abraza y NIÑA, con miedo, lo rechaza. ARCOIRIS la persigue, y NIÑA vuelve a entrar en círculo. ARCOIRIS también entra. NIÑA, asustada, trata de sacarlo, pero no puede.
ARCOIRIS: Hola. Aquí estoy.
NIÑA lo sigue empujando, pero ARCOIRIS no sale sino que la sigue por todos lados, repitiendo sin cesar, “Hola, aquí estoy”. NIÑA se desespera.
NIÑA: ¡Cállate!
ARCOIRIS se calla. Coge una vela y la sacude hasta apagarla. Luego abre el cofre y saca una sábana blanca. Se la entrega a NIÑA. NIÑA la recibe y se la envuelve. Empieza a caminar, ARCOIRIS siempre detrás, pero en silencio.
Entra ELPIZO.
Desde afuera del círculo, llora y llama a NIÑA pidiéndole ayuda. NIÑA vacila, pero va a ayudar. Le extiende la mano. ELPIZO sonríe y se acerca un poco. NIÑA la acaricia, y se retira. ELPIZO empieza a llorar otra vez. NIÑA la vuelve a acariciar, y ELPIZO se acerca un poco más, sonriendo. NIÑA vuelve a retirarse dentro de su círculo, y ELPIZO nuevamente llora. NIÑA le extiende la mano y la invita a pasar. ELPIZO entra feliz. NIÑA le seca las lágrimas y ELPIZO sonríe y la abraza. Luego NIÑA la trata de sacar, pero ELPIZO no se va.
ELPIZO: Hola, aquí estoy.
Sucede lo mismo que con ARCOIRIS.
NIÑA: ¡Cállate!
ELPIZO se calla, luego coge una vela y la coloca al revés sobre el piso, apagándola. Abre el cofre y saca una sábana blanca y se la entrega a NIÑA, quien se la coloca encima de la otra.
NIÑA camina de un lado para otro. ARCOIRIS y ELPIZO la siguen.
Entran MIQREH.
Cerca al borde, NIÑA ve a MIQREH. MIQREH1 se abraza con MIQREH2. MIQREH2 se voltea, y MIQREH1 se abraza con MIQREH3. NIÑA, con miedo, se retira, y MIQREH voltean y la ven. NIÑA retrocede, y MIQREH entran juntos a círculo.
MIQREH: Hola. Aquí estamos.
Mismo.
NIÑA: ¡Cállate!
MIQREH cogen vela y la extinguen cubriéndola. Sacan sábana y NIÑA se la envuelve.
Entra JAIMA. NIÑA lo ve y lo llama a entrar. JAIMA entra y pelea con las demás SOMBRAS. Finalmente NIÑA se cansa y los intenta detener, pero no puede. Le pega a JAIMA. JAIMA corre a velas, coge una y la quiebra, apagándola. Saca otra sábana y NIÑA se la envuelve. Se acerca a borde y se arrodilla, implorando.
Entra NO MÁS.
NO MÁS coge reloj y lo detiene a las 6:00. Saca las pilas y las tira fuera del círculo. Coge una vela y la apaga de golpe, aplaudiendo sobre ella. Le entrega otra sábana a NIÑA, quien se la envuelve. NIÑA se sienta, triste, y contempla las flores tristemente.
NIÑA: Ustedes son lo único que me quedan.
Entra KAKU, corriendo.
KAKU le arranca flores a NIÑA, las pisotea. Corre y coge vela y la apaga pisoteándola. Queda solamente la vela amarilla. NIÑA se levanta y corre a las velas, llorando. Las SOMBRAS se acercan y juntos soplan, apagando la última vela.
MÚSICA: BRING ME TO LIFE
SOMBRAS se toman de las manos y hacen un círculo alrededor de NIÑA.
SOMBRAS: Hola. Aquí estamos. No nos olvides.
NIÑA: No, ¡no! ¡Yo no soy así! ¡Yo no soy ustedes!
Círculo se abre y calla.
ESPEJO sube lentamente de detrás del cofre. NIÑA la ve y comienza a llorar y a gritar. ESPEJO se une a las demás SOMBRAS y nuevamente forman círculo, rodeándola, sin dejar de hablar.
SOMBRAS: Hola. Aquí estamos. No nos olvides.
NIÑA da vueltas desesperadamente, gritando que se callen, pero no le hacen caso. Cada vez se desespera más. Las SOMBRAS van apretando círculo. NIÑA abre cofre y saca espada.
NIÑA: ¡No tengo opción!
Mata a ESPEJO. Circulo sigue caminando, dejando hueco. Mata a ELPIZO. Siguen caminando. Mata a ARCOIRIS. Siguen caminando. Mata a MIQREH. JAIMA y KAKU siguen caminando, NO MAS se detiene detrás del cofre. JAIMA se para frente a frente con NIÑA, y muere sola. KAKU danza alrededor. NIÑA lo persigue y lo corta con espada, pero no muere hasta haber dado la vuelta completa. NO MÁS se acerca a NIÑA y le quita la espada y se la entierra sola. NIÑA trata de sacar a los muertos, pero no puede. Trata de salir, y tampoco.
NIÑA: Desesperada. ¿Qué hago, qué puedo hacer? ¡No puedo vivir con esto! Ya los maté, ¿pero de qué me sirvió? No los puedo sacar, y no conozco a nadie que me los saque. Y ahora no puedo salir tampoco. Se le ocurre idea Los esconderé. Nadie sabrá que están allí. Ni siquiera yo sabré.
Se quita sábanas blancas y los cubre. Los mira a todos y se recuesta sobre el cofre a dormir. Al poco tiempo despierta y se estira.
NIÑA: ¿Qué son estos bultos? No me dejan espacio. Bueno, no importa. Me quedaré aquí, sin moverme, el resto de la vida. No será tan difícil. Y será más seguro. Si no salgo de aquí, nada podrá tocarme.
NIÑA abre cofre y saca última sábana blanca. La desdobla, la mira, y mira a su alrededor.
NIÑA: Qué extraño. Huele a muerto.
Se recuesta sobre el cofre y se cubre también ella.
Escritos en inglés
The motorboat refused to start.
Miguel swore when he saw what the problem was. A piece had broken beyond repair, and the town where he could get a replacement was miles upriver. And he was supposed to be back at the school by morning.
“Leave it, Miguel, come up to the house,” his aunt called from the hut.
“What, and wait a week until the next ferry comes by or we go and come back from the town?”
She came over and sat beside him.
Miguel stood up resolutely. “I’m going in the canoe.”
The look of horror on his aunt’s face made him laugh. “Come on, Tía, do you think that 6 months in that Christian school have taken the jungle out of my blood?”
“But… but it would take nearly a whole day, son. You cannot possibly row by yourself all that way. I know that you know the river like your own face, but the currents hide beneath the stillness of the water, and the anaconda can swallow cows whole, and people too, if it is hungry enough. Night is the best time for the attack of animals, and worse, the mafia…”
As soon as she said that, Miguel’s aunt realized her mistake. Miguel grinned sideways and began packing his things. He added some food, and grabbed the rusty rifle his aunt kept behind the door.
“I may need this, all right, Tía?”
She nodded silently and waved at him from the beach as he pushed off into the deep, murky waters of the Amazon.
Darkness was fast closing in. Miguel paddled with swift, strong strokes. He grinned to himself again as he remembered his aunt worrying about the mafia. He, Miguel, was mafia. He’d been working with them for seven years, since he was ten. He’d found refuge in a school of Adventists after their headquarters had been discovered, the cocaine laboratories destroyed, and the band broken up. But it was only temporary. He’d rejoin them soon.
The full moon lighted the jungle and the calm waters winding before him. He rowed in silence, but his mind whirled with clashing thoughts. Those Adventists had strange ideas, like God caring about people. It sounded nice, but Miguel had lived enough to know that that was absolutely ridiculous.
After several hours, though, his mind seemed to numb over, then so did his arms. Finally, around 4 a.m., Miguel realized he wasn’t going to bear up anymore. He knew it was the worst possible hour to stop and find a place to sleep—early morning was the anaconda’s favorite hunting time. But Miguel was too tired to care.
He rounded a bend and saw a small sandy beach up ahead. The jungle was on one side of it, a sort of cliff on the other. He dragged the canoe up onto the sand, then staggered a few feet farther and dropped under a tree.
Some time later, Miguel’s eyes flew open, not knowing what had awakened him. But he felt danger. Slowly, he turned his head toward the quiet water, seeing nothing. Just then the calm, moonlit surface was broken by a dark object that rose above the water and submerged just as quickly.
Miguel started to rise up. It was probably only a big fish, but just in case…
Suddenly, there was a roar as the water churned, and Miguel just barely managed to throw himself to one side as an enormous anaconda sprang at him, over a foot thick and at least thirty feet long. The boy had no time to yell as the snake lunged again, grazing his arm.
Miguel scrambled up, running in zig-zags to confuse the monster, hurtling himself against the walls of the cliff and desperately swinging himself up by roots and rocks. The anaconda slithered around the bottom of the cliff, back and forth. Miguel clung to the rocks for dear life. The cliff was too sheer to climb any higher, and the anaconda was waiting for him below. He felt himself slipping ever so slowly, felt the thick root he was standing on begin to give way. The palms of his hands were raw from clutching the jagged rocks. He wouldn’t be able to hold on for long.
In panic, struggling to breathe and hang on, Miguel’s thoughts flew again to God, harboring the glimmer of hope that he’d been wrong. He screamed out into the jungle, pleading whoever was in the stars to hear him. Whether he heard or not, the sound of Miguel’s own voice, though terrified and piercing, gave him strength, and seemed to annoy the anaconda, who little by little was beginning to edge back to the water.
With almost giddy relief Miguel watched the anaconda slither farther and farther away from the foot of the cliff. But then his heart iced as he saw the green monster reach his canoe. With a powerful push, the snake turned the wooden structure over, spilling it’s contents into the sand. What if the anaconda destroyed the canoe? He’d have no way out. This part of the river was seldom frequented. He’d have to survive the jungle alone, on foot, for days until he found a village—if he ever did.
In desperation, Miguel cried out again to God. He had done terrible things in his life while in the mafia—wouldn’t God be glad to get rid of him? But even so he turned to Him, hanging on the hope of mercy, knowing he had no other choice.
The creature scrounged around in the spilled items. Miguel strained his neck to see if the canoe was all right, and suddenly, his eye caught on a dull metal glint. The rifle! If only he had it with him right now… Was there any way to get it?
Right when Miguel was certain he was about to fall, the anaconda slipped back into the water. Forcing himself to hang on just a little longer, Miguel began to gingerly pry his fingers loose of the ledge he was clutching and make his way down. He knew the anaconda was close by, waiting. Anacondas were patient. It could wait for much longer than he could. The rifle was his only hope.
He dropped ever so softly to the tangle of brush at the foot of the cliff, calculating the distance between himself and the weapon. He felt the water stir and knew this was his only chance. With a desperate burst of speed he dashed to the canoe, snatched up the rifle, at the same time gathering the bullets that had scattered on the sand.
The anaconda lunged out of the water, much closer than Miguel had thought it’d be. Still running, he fired at the dark shape. The bullet embedded itself into the scaly flesh, but the serpent only recoiled and moved to spring again.
Miguel fumbled to re-load the rifle on the run. He managed it at the same time he reached the foot of the cliff. The snake was close behind. Miguel whirled, took aim, and shot it cleanly in one of its glowing blue eyes. The serpent writhed, giving Miguel time to scramble up the cliff with one hand, grasping the rifle and bullets in the other. A few feet up he found a ledge where he could at least stand without having to use his hands. Swiftly reloading, Miguel took up the weapon and fired again, hitting the remaining eye.
Miguel clambored to a safer position, then turned to see what effect his shot had had.
The anaconda was slinking back into the water, leaving a bloody trail behind it on the sand. Miguel’s heart took a long time to calm down even after his mind realized the danger was over. The giant monster was still alive, but he knew it wouldn’t be coming back.
Dawn was beginning to filter through the thick foliage. Miguel righted the overturned canoe and began to pile in it his scattered items.
He’d nearly died.
The realization that washed over him made him stagger. He’d been close to death dozens of times before, but never this close. Somehow now, after death was far away, it seemed a lot more real. How come he was still alive? Why had he awakened at precisely the right moment? Why had the anaconda lunged at him from so short a distance and missed three times? Why didn’t it crush his canoe?
It was too much for him to handle. Because he realized that there was absolutely no explanation—except one.
Dropping to his knees in the sand, he worshiped.
Miguel arrived at the school by noon that day, having lived to tell of his harrowing experience. Shortly after his near death escape, he was baptized into the Adventist church. He never returned to the mafia.
As told to Juliana Marín, by her father, Jorge Marín.
I picked away at the piano keys, staring vacantly out the window. School had been out only a week, and I was already bored. All my friends were away on vacation, and the only thing there was to do was practice piano. And I was sick of that. My dad was convinced that I was a musical genious, and had me practicing several hours a day. Ok, so I had given several concerts, and for a thirteen-year-old I suppose that’s something, but it got boring after a while.
I stretched and stood up. There was no way I was going to get anything done at the piano today. The sound of hammering lured me outside, which was where I’d much rather be, working on the 10-ton plaster sculpture in our backyard.
Wait, let me explain. My father was a well-known sculptor. For years he’d crafted various projects, but this was the work of his life. A public cemetery in our city of Medellín, Colombia, had asked for a 50-foot high monument in bronze of the resurrected Christ. He, and 15 hired hands, had been working on it nonstop for months, and right now the entire structure was set up in our parking lot, staked to the ground with ropes and cables.
“Hey, Jorge,” Luis called out. “Whacha doin’?” I sauntered over, looking up the ramparts to the statue’s head. “Nothing to do,” I answered. He grinned at me. I liked Luis. He was the youngest of the crew, and really friendly.
“When’ll the boss be back?” he asked. I shrugged. “Sometime this afternoon. Errands.”
I wandered around the formation, with nothing much on my mind. Suddenly, my gaze fell on our rickety old 1956 jeep, stationed forlornly near the garage. A plan started taking shape in my mind, one that I knew could get me in deep trouble if my dad found out. But then, he wasn’t there… Suddenly, the day didn’t seem boring at all.
“Alberto…” I asked the worker next to me, then hesitated.
“I hear you, boy,” he answered.
It was too late to back out. “Do you know how to drive?”
Alberto looked at me, startled. “Why, no boy, I’se jest a labor man.”
I began to smirk. “Would you like to learn?”
So that’s how it started. I was taking time away from the workers, I was using the car without permission, and I was running the risk of getting everyone killed. But I knew how to drive; these guys were dying to learn, and Papa wasn’t there. The lessons began.
Alberto was first. I explained everything in detail, then let him drive up from the gate, watching like a hawk and ready to grab the wheel if necessary. The other workers cheered as Alberto finally reached the parking lot and got out, white as a sheet but with a huge smile.
I kept everything under control, but since none of the guys had ever handled a car before, the poor jeep jerked and turned off several times. When it came to Luis’s turn, however, he took to it like a pro.
“Hey, where did you learn to drive, Luis?”
“No way man, I’ve never driven before.”
I settled back with a grin, knowing he was kidding. “Yeah, right, you drive better’n I do. You’ve been holding out on us.”
Luis laughed but his steering didn’t waver. We were nearing the parking lot. “Ok, so what do I do now?”
“Ha, you tell me, pilot.”
“No, I’m serious, Jorge, how do I stop?”
“Quit joking.”
“Jorge! We’re gonna crash! What do I do?”
With a yelp I realized the whole thing was for real. “Brake! Brake!”
“This one?”
“No! That’s the gas ped-… Aaahhh!!!!”
By the time I’d managed to take control, the car had zoomed halfway into the garage—taking the door with it.
The other workers rushed over and shoved the broken pieces of wood out of the way so that Luis and I could open our doors. I stepped out of the mess, unable to speak. The front of the car was all bent out of shape, the garage door was smashed, and we had missed, by centimeters, the main support cable of the ten-ton monument.
As we all stared, suddenly one of the workers snickered. In moments the whole crew was laughing hard enough to split, slapping Luis on the back and joking about what my dad would do when he found out. Someone said, “We won’t let him find out,” and they all set to work repairing the damage. The only ones not laughing were Luis and I.
“The boss gonna be real angry with me for this, Jorge. I’m gonna get fired.”
The worst thing was that he was probably right. I couldn’t let him get in trouble for my sake, and I knew what I had to do.
“Luis, don’t worry,” I said as bravely as I could, although inside I was shaking. “It was my fault, and I’ll be sure to tell that to my dad. I’ll take care of it.”
The workers were still laughing. I have no idea how they did it, but by the time the afternoon was over they’d totally fixed the garage door, and had even hammered out the worst dents in the car. The remaining debris was picked up and swept away. In the twilight you’d never know.
The workers left, and I sat down on the porch to wait for my dad. I had no idea why he was taking so long. By the time he finally arrived I had been sitting in the darkness for what seemed like eternity.
Papa was silent for a long time after hearing my tale. I kept waiting for the explosion, and cringed when he finally spoke.
“Are your hands all right?”
I was so scared that I didn’t even understand him. “What, sir?”
“I said, are your hands all right?”
I still didn’t get it, but showed him there was nothing wrong with them.
He grasped them strongly and said something I will never forget.
“Your hands are your future, son. The car can be fixed with money, but your hands could not be if they got ruined. You must use them to make beautiful music. They are more important.” He sighed and let go of my hands. “Go. You have already punished yourself enough.”
And that was it. He went inside, and I just sat there staring after him. No shouting, no whipping, just “the car can be fixed with money.” What did he mean?
I walked outside and stared up at the monument. The Christ had his arms outstretched, palms up to gather his people. With a jolt I realized that his hands had been ruined on the cross, and the scars would always be there. I stared back down at my own, and suddenly felt sick at the thought of what could have happened. I guess my dad was right. What can be fixed with money is not that important. In his wise silence, my father taught me a lesson that punishment never could have.
I stuck my hands in my pockets and headed back towards the house. Although I wasn’t sure that I’d turn into the great virtuoso my father wanted, (since secretly I really wanted to use my hands for sculpture instead of music), at that moment I felt a burning desire to practice piano.